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Un texto estupendo de Bruno López . Tomado de http://blogs.antena3.com/

Cuando fuimos los mejores, cada mañana de partido era una mañana de reyes. Cada momento en el vestuario antes del partido era el asalto a un nuevo campamento avanzado, en búsqueda de una cima que no sabíamos si tan siquiera existía. Sonreíamos al asomar la cara por la puerta de la tienda y sentir la nieve en nuestros rostros.

Cuando fuimos los mejores, sufrir era divertirse en grupo. Divertirse era sufrir en solitario para el resto. Correr esa carrera más. Estirar esa mano. Recorres las pulgadas de Pacino. Pagar con dolor tu ficha de equipo. Arrastrar contigo al que no tenía fe. Seguir a ciegas al que tenía más que nadie. Cada partido era un Seis Naciones, una final del mundial, un test de los lions. Aunque no hubiera un alma en las gradas.

Un aficionado se moja bajo la lluvia

 Cuando fuimos los mejores, no hacían falta palabras. Exigencia y compromiso no eran palabras que se mencionaban, eran actitudes que se dibujaban en cada gesto, en cada mirada. En cada placaje. Un pacto tácito donde todos ponían todo. A pecho descubierto. Como Perico en el Peyresourde, cada partido era una bajada a tumba abierta. El miedo era a no intentarlo.

Cuando fuimos los mejores, no había otro sitio del mundo en el que quisieras estar más que ese campo embarrado de diciembre, a las nueve de la noche, riéndote porque tú y el resto de chalados estabais calados hasta los huesos. Y este o aquel no sé cómo siempre se arreglaban para acabar el entreno siempre impolutos, y el otro no había comenzado y ya estaba de barro hasta las orejas. Y no había cosa que más gracia te hacía que esa broma que ya habías escuchado cien mil veces.

Cuando fuimos los mejores, la felicidad era simplemente saber que a ese entreno le sucedería otro, y otro. A un partido otro más, y si perdías, siempre tenías revancha, y si ganabas… ¿Por qué no ir un poquito más allá? El sentimiento de derrota no dolía porque era compartido, y el de victoria, compartido, sabía dulce. Mucho más dulce.

Cuando fuimos los mejores, nos reíamos como locos ante retos imposibles, como los vikingos que se lanzaban al océano en el mar encrespado, sin saber cómo ni dónde querían llegar pero con el absoluto convencimiento de que no había vuelta atrás. Y así, sin quererlo, la tierra salía en el horizonte.

Y un día… todo se acabó. Seguíamos ganando y perdiendo lo mismo, pero ya no éramos los mejores. Al principio te engañabas a ti mismo pensando que sí, que todo era igual. Luego renegado intentabas la pausa. Volvías con ganas de construir ese sueño otra vez. Como un loco de laboratorio mezclabas una y otra vez ingredientes para dar con la fórmula perfecta.

Dos jugadores de rugby bajo el barro

Y al final te das cuenta de que simplemente no existe. Porque lo que pasaste es tan sencillo, tan puro, que no se puede recrear artificialmente. Como ese amor de verano que se acaba en septiembre. Segundas partes nunca fueron buenas, y al final, aceptas esa nueva etapa. Le toca a otros ser los mejores, te dices.

Luego el cuerpo dijo basta. La mente y el corazón aún se niegan y protestan. Nunca dejarán de hacerlo. Ellos seguirán buscando. Al final, te das cuenta de que esta enorme cicatriz sólo está para recordarte siempre de lo bueno que fue. La cicatriz que duele va por dentro, no se ve.

Cuando fuimos los mejores me enseñó que jamás un deporte en el que se cobre miles de millones será como el rugby. Porque el dolor y el sufrimiento corren por cuenta de la casa, no se cobran. Y por eso, cuando fuimos los mejores… te sentías la persona más afortunada del mundo.