Otro interesante artículo de Bruno López . Tomado de http://blogs.antena3.com

wpid-wp-1399406740736.jpegHace no mucho escuché a Phil Vickery contar cuál había sido el momento favorito de su carrera. Tenía tan sólo 17 años, aquel granjero hijo de granjeros de Cornish, aprendiendo aun lo que se necesitaba para ser primera línea. El partido era fuera de casa contra Redruth, en las profundidades de la liga regional. Por aquellos tiempos, los partidos fuera de casa estaban reservados a jóvenes como Phil, pues los veteranos solían rehusar los viajes largos.

Allí estaba el joven Phil saltando al campo embarrado de Headingley, y con temor pudo comprobar como el pilier del otro equipo era «el tipo más grande que he visto en mi vida». Sus orejas y las cicatrices de su cara también hacían pensar que había vivido mucho rugby. El partido fue una auténtica pesadilla para el pobre Phil. Y en la segunda parte, todo se puso tenso, llovieron los golpes y Phil intentó no acobardarse en ningún instante. Aun así fue superado en todos los aspectos del juego por aquel veterano primera línea.

«Recuerdo entrar en el bar del campo al tercer tiempo» explica Vickery, «y verle allí a lo lejos. Era tan grande que sobresalía al resto de la gente. Se dio la vuelta y me apuntó con el dedo. Pensé, oh no, ya empezamos otra vez. Pero cuando llegué a su lado vi que tenía una cerveza preparada para mí. Sonrió y me dijo que había jugado un gran partido y que me daba las gracias por haber sido tan valiente». Y entre un mundial, ligas, copas, copas de Europa y giras con los Lions, ese sigue siendo el recuerdo más preciado del Toro Salvaje. El rugby, nos lo volvía a demostrar.

Llegué a esto del rugby hace unos cuantos años. Por aquel entonces, era la época en que todo parecía volverse una locura. La sociedad descarrilaba, o llevaba ya un rato descarrilada pero tú te acababas de dar cuenta. Todo parecía patas arriba y no hacía más que fruncir el ceño. Entonces, ante mí se extendió un contrato. El contrato del rugby. Tenía una parte de derechos y otra de obligaciones. El contrato, es estándar en todas las partes del mundo. Tenía derecho a practicar el deporte, a disfrutar de un oasis de valores en el desierto de un tiempo de locos. Tenía derecho a conocer a las personas más importantes de mi vida, a pasar los mejores momentos. También, pero sin saber cuándo, a vivir un día de gloria.

En la parte de obligaciones, me comprometía a proteger esos valores y transmitirlos, a ondear la bandera de nuestro deporte allí donde fuera. Y aguantar momentos duros que sin embargo siempre tendrían una lección dispuesta a ser aprendida. Me pareció un gran trato. Y así, acepté aquel contrato, sin poner mi rúbrica, porque en el rugby los contratos se firman con un apretón de manos, y una cerveza. Un pacto de caballeros.

Pronto se extendió ante mí un nuevo mundo. ¿Cómo era posible que siempre hubiera estado ahí y nunca lo hubiera visto? Era un concepto mágico. El rugby había permanecido escondido, invisible, hasta aquel momento en que lo necesité y llamó a mi puerta. Se fueron cumpliendo las condiciones de aquel contrato. Aguanté buenos y malos momentos, disfruté de un entorno donde sólo valía el trabajo duro y donde sufrir adquiría un significado positivo. Maduré gracias a las derrotas, que como me habían prometido, siempre tenían una lección dispuesta a ser aprendida. Jugué y viví con las mismas personas durante muchos años. Era, como una concentración permanente. Era nuestra concentración para lograr una meta. Pronto la línea entre mis sueños y los sueños de los demás se diluyó. Entonces todo se convirtió en nuestros sueños.

Y así, vivíamos soñando. De campo embarrado en campo embarrado. Llegó aquel día de gloria en el central. No importa el cómo ni el contra quién. Porque la historia de Phil nos vuelve a demostrar que en rugby los sueños no se miden ni por el tamaño de los estadios, ni por la importancia de los torneos ni por el número de personas que ven ese partido. Los sueños en el rugby se miden en relación a lo mucho que te han dicho que es imposible conseguirlos. Y aquel estadio de piedra rodeado de verde se convirtió en el sitio más especial del planeta para siempre. Así, el otro día, cuando entrevistaba a la capitana de las leonas, se formaba un nudo en mi garganta. Porque otra vez más, veía como se cumplía un sueño colectivo y pensaba que, quizás, yo nunca vuelva a pisar ese tapiz mágico.

Ahora paso las páginas del contrato, y descubro que el rugby tiene reservado para mí una nueva etapa. Y leo, con una sonrisa, en la letra pequeña, que éste es un contrato indefinido que me ata a este deporte para siempre. Respiro con alivio al pensar que respeté la camiseta cada día que me la ponía, que puse todo siempre en el campo independientemente de contra quién jugara. Entiendo que el rugby me trata de enseñar una nueva lección y, aunque no la entiendo muy bien todavía, creo que sé lo que espera de mí. Así que mientras guardo las botas en un cajón, mientras miro esos tacos tan desgastados de repiquetear nerviosos en los vestuarios antes del partido, mientras miro esos cordones viejos llenos de recuerdos, y guardo diez años en ese cajón, esa nueva etapa se extiende ante mis ojos.

Mis intenciones y mis nuevas metas son claras: No pararé hasta que aquel pequeño chico de Surrey, y ese irlandés de sonrisa pícara adorne las habitaciones de los niños españoles. No pararé hasta que todas las niñas de este país quieran vestirse de leonas. No pararé hasta conseguir que el día de partido sea un día tan especial como lo es en Leicester, con toda la ciudad respirando rugby por cada uno de sus poros. Y no pararé hasta que los valores del rugby impregnen nuestra sociedad envenenada, como el antídoto que llega justo cuando perdemos la esperanza de que tan siquiera exista alguno.

Benditas las palabras que me descubrieron este deporte.Malditas las palabras que me obligan a dejarlo. Y el nunca más sigue resonando en mi cabeza, como el tic-tac de un reloj que no llevo en la muñeca. Quizás, algún día, sea el momento de volver a retar aquello que me han dicho que es imposible.