Artículo de Bruno López, tomado de http://blogs.antena3.com/

24Ha sido siempre el mismo equipo, no concebía el rugby en otro, siempre he sido fiel a la misma camiseta, pues jugar con la familia era, creo, la única manera de hacerlo sin dejarme nada en el tintero. Sin embargo, pese a estar siempre en el mismo equipo, he visto pasar a mucha gente. Gente que llegó y se fue, gente que ya se iba cuando yo llegué y gente que estaba y aún está, desafiando como Ryan Giggs o Geordan Murphy a las exigentes e inexorables leyes del tiempo.

Gente que llegó hace poco, y sin embargo ahora cuando te detienes a pensarlo te dices: ¿De verdad hubo un tiempo en que no estaban? Y gente que se va tras muchos años, y te paras a pensar, si de verdad habrá un tiempo en el que no estén. Al final, el camino continúa para todos. En todos estos años viendo, jugando, sintiendo y respirando rugby siempre tuve una fascinación especial por la figura del Capitán. No es de extrañar, que en un deporte que se sostiene en las bases del trabajo duro, el respeto y los valores irrenunciables, el Capitán sea una figura central.

 Esa figura que absorbe un espíritu colectivo, que canaliza los sueños de quince personas que entran al campo a dejar el cuerpo y el alma. Esa figura que calma, alienta, organiza, enciende el fuego y apaga las penas. Esa figura que lidera un grupo y alimenta objetivos y metas. De los más grandes aprendí que existen muchos tipos de capitanes.

Existen capitanes de cerebro. Esos que ven en un campo de hierba, entre placajes demoledores y jugadas eléctricas una partida de ajedrez. Que no pierden nunca el sitio, que no dejan que el pánico se apodere de esa mirada calculadora. Jamás. Que siempre encuentran la solución a un marcador adverso, como si de una mera fórmula matemática se tratase. Y así, cuando estás con una rodilla en el suelo, defendiendo en línea de ensayo un partido que parece que está punto de irse al otro lado, les miras y su mirada te transmite la tranquilidad necesaria para cumplir tu trabajo e irte con la victoria debajo del brazo. Capitanes de cerebro, capitanes de mente.  Un mar de tranquilidad. Luego están los capitanes del corazón.

Aquellos que sufren como tú, que sienten el mismo miedo, los mismos nervios, para los que perder duele exactamente lo mismo de lo que te duele a ti. Capitanes cuyos gritos en el vestuario antes de salir te hacen pensar que efectivamente, ganar o perder sólo depende de lo que estés dispuesto a sufrir. Que ponen, durante cada segundo de partido, en cada acción en cada gesto, la pasión encima de la mesa.  Que lideran con un torrente de emociones contagiosas. Y así, cuando estás con una rodilla en el suelo, defendiendo en esa misma línea de ensayo otro partido que también parece escaparse de tus dedos, les miras y el solo fuego que sale de sus ojos, los nudillos apretados en el suelo, te hace poner tu vida en un placaje ganador. Capitanes de corazón, de pasión irrevocable.

Luego están los que lideran con el ejemplo. Da igual que en el equipo se les haya dado el título de capitán o no, en un deporte donde el trabajo se haya en la cima de la pirámide, su trabajo duro, incesante, les hace convertirse en un referente hasta para el propio capitán. Lideran con el ejemplo de hacer siempre lo que de ellos se espera, e incluso más, de jugar donde se requiera, de entrenar todo lo que haya que entrenar, de estar siempre el primero en la cola de la autocrítica, y el último en la de los focos y los halagos. Siempre entendí que la mayor virtud de BOD, más que esos pies, esas manos mágicas y esa mente privilegiada, fue la de saber hacerse un capitán del ejemplo, saber reconvertirse siempre en lo que su equipo necesitó. Y aunque no siempre llevó la C en el pecho, allá donde jugó fue siempre el capitán de capitanes. De ellos te esperas que en esa defensa a vida o muerte, donde otros van a fallar ese placaje, y todo parece perdido,  aparezcan de la nada para solucionarlo.

También el capitán en el sentido más amplio de la palabra. El capitán del barco que, al timón de un banquillo, te hace sentir que cada día de mar la tierra se puede asomar por el horizonte. Capitán que todos los días te hace sentir que ninguna meta que se haya marcado el equipo es imposible, que sufrir y divertirse no son caras opuestas de una moneda, sino la seña de identidad de nuestro deporte. Que te hacen comprender que lo importante no es ganar y perder, sino entender por qué se gana y por qué se pierde. Que en esta travesía se aprende todos los días, y que el que cree que no aprende, es que efectivamente no ha aprendido nada. Es el Ulises con el que pasarías la Odisea.

 El que te hace subir cuestas un lunes, martes o miércoles a las 10 de la noche con una sonrisa en la boca. Por el que jugarías, si te lo pidiera, en el equipo más modesto de la tierra, disfrutando exactamente lo mismo. Y así con los quince individuos formando en línea, rodilla al suelo, esperando el ataque final con el tiempo ya cumplido, una sola orden suya desde el banquillo basta para que el equipo entero entienda que aquí y ahora, sólo existe una opción, defender como si fuera la última vez.

A todos mis capitanes los puedo encuadrar en uno y otro grupo. Y de todos ellos aprendí siempre lo que trataron de transmitirme. Luego hay unas pocas figuras, quizás se cuenten con los dedos de las manos, en el rugby mundial que reúnan todo ello. Martin Johnson, Willy John McBride o Pienaar por ejemplo. A ellos les vimos remontar situaciones imposibles con sólo un gesto a su equipo, levantar copas del mundo y ganar series históricas vestidos de rojo. Construir equipos invencibles con jugadores que llegaron siendo humanos, y se fueron inmortales. Son tantos los ejemplos que necesitaré de muchos artículos para ir contándolos todos.

Después de todo esto, quizás surja una pregunta: ¿De todas estas personas, que tanto influyeron en mi rugby, quién es mi verdadero capitán? Si alguna vez entra tienes esa duda, siempre se soluciona con un sencillo ejercicio mental. Imagina el túnel de vestuarios de un gran estadio, donde vas a jugar el partido más importante de tu vida. Allí, en la penumbra del túnel, alumbrada sólo por la claridad del estadio que se filtra a duras  penas, estás, alineado con todo tu equipo.

El estadio ruge imponente, contrastando con el silencio absoluto de ese túnel, donde sólo tu respiración acelerada y tu corazón alocado rompen el status quo. Delante y detrás de ti, tu equipo se alinea en fila india. Sólo ves siluetas negras, y, aunque intentas evitarlo, la situación y los nervios se apoderan de ti.  Al fin y al cabo, es el partido más importante de tu vida.

 Y justo cuando toca salir al campo, justo cuando necesitas que alguien te devuelva la confianza que el túnel, el sudor y los nervios te robó, la primera silueta de esa fila, el gran capitán, se gira para mirarte. ¿Qué cara le pones a esa figura? ¿A quién has elegido para ese momento? Yo siempre lo he tenido claro.

Acabo diciendo que yo solo he sido capitán una vez, hace ya mucho tiempo. Pero después de tantos años, guardo la esperanza de que alguien me imagine al frente en ese túnel de vestuarios, girando la cabeza y diciéndole la frase que siempre se clavaba en mi mente cuando pisaba el campo antes de un partido: ¡A muerte!