“Posición de vallas”
Hoy el tiempo se me esfuma más rápido, más rápido de lo que yo hubiese pensado para esta instancia y créanme que duele.
A menos de un mes de volver a Chile sólo puedo pensar en todo lo que hice y pude haber hecho (o, ciertamente, hecho mejor) en Valencia, y es posible que todos los deseos truncados lleguen, a paso lento y cojeando, al mismo cauce y cruce: A la hondura tibia del Turia en donde descansa un campo de rugby que fue testigo de momentos imborrables en mi humilde vida deportiva. Momentos indelebles. Tanto en la carne como en el espíritu estoy bañado de fuego. Lleno de huellas de perros y en mi piel los cráteres que dejaron vuestros colmillos. También el hedor a cerveza (no mucha, gran fallo mío), y colmado de alegrías que superan con enormidad a las curiosidades del llanto. Vestido de azul, un sábado o un domingo, con la estela fría del invierno o con el calor volcánico propio del Levante sobre mi cabeza, me ungí de dolor entre hermanos y entre amigos. Porque sólo de los hombres o las mujeres que van de frente en este deporte se puede esperar el verdadero sacrificio y cuyo único noble objetivo es no equivocarse nunca; esculpir a la perfección la técnica, agachar la cabeza y entregarse completamente en el anonimato. Yo encontré esa entrega cuando me aceptaron en vuestra gran jauría una tarde de invierno. Pedro fue el artífice que contestó a mi pregunta ¿Qué equipo es este? “Yo del San Roque, y este (indicó al sector ocupado por los aurinegros) es el Tatami”, ya está, casi ni escuché el otro nombre, había fijado los cuernos en el San Roque como una afrenta. Llame a mi hermano menor en Chile para que preparara una encomienda con mis botines, zapatillas y el equipo. Supo reconocer en el timbre de mi voz la urgencia del pedido, y en ese punto los papeles se habían invertido y en vez de ser yo el mayor me convertí en el entusiasmado pequeño. Cuando llegó finalmente a mis manos no me faltó nada. Sobraba todo, estaba completo y era feliz.
En el día a día quise dar más, quise corresponder en cada entrenamiento a vuestro esfuerzo, y si a veces resultó inútil fue porque tuve más hambre que cabeza. Por aquello, y otras cosas que hayan sucedido, quiero pedirles perdón. Perdón por una mala decisión en el campo, perdón por no haber entregado el balón o haberlo entregado mal. Disculparme, señores, por haber callado cuando en realidad, en mi posición, se exige el máximo en direcciones vocales. También porque se me escapó uno y filtró y ensayó. Quizás sea yo un medio scrum atípico, ensimismado, y que confía espontáneamente en el escrutinio de los catorce hombres que le acompañan dentro, sobretodo de los ocho primeros. Perdón por todos los fallos.
Pero lo que realmente deseo no es lamentar las nimiedades que hoy son anécdotas, sino que conozcan parte de esta historia que ustedes han llenado, como si de pronto en mis manos apareciera un ensayo (que jamás había marcado en partido oficial en los nueve años que llevaba siendo de categoría senior) y al lado del ensayo, casi oculto y tímido, una fractura (también por primera vez en los dieciséis años que llevo aferrado a la ovalada). Magia ¿Qué puedo decir? Que me tocaran los dos eventos fundacionales para todo jugador de rugby como es el ensayo y la lesión es, desde ya y para siempre, uno de los puntos más altos, más inexplicable y lleno de balbuceos que he experimentado dentro de un campo de juego. Sin duda existen otras instancias, como la gloria de ser campeón o la tragedia de perder una final, pero, para todos los que amamos el rugby en el completo desinterés, en la gran noche del amateurismo, nos sentimos ciertamente pagados cuando en la vida ordinaria, una vez por semana, se nos hincha el pecho abrazando a catorce tipos dentro de un vestuario. Si lo dices así es de un surrealismo puro. Completos, satisfechos y casi a punto de reventar en colores dentro de un mínimo espacio. Algo así debe ser la alegría cuando se despliega compartida, colorida y rebosante, es decir, la alegría completa.
En un partido común, de esos de mitad de liga, nada de esto puede ser comprobado a simple vista, pero un ojo preciso sabría identificar si es la comunión y el entrenamiento el que ganó o terminó por decidir la fatalidad de un resultado. Es por eso que quiero comenzar con esta pequeña despedida con los dos hombres que hicieron posible esta especial temporada: Mirko y Germán. Jamás me enteré quien era el técnico titular, quise entonces pensarles como dos cerebros unidos, cuatro brazos fundidos y de piernas repartidas. Un solo ente haciendo trabajos mentales antes que materiales sobre el césped. Repartiéndose y poniendo a raya hasta al más experimentado del equipo. Claro, eso en el plano deportivo, en el tercer tiempo y fuera de los límites del campo cada uno es un mundo, verdaderos guías de la plantilla, asamblea de sabios unidos que nos hacían confiar en los objetivos y jamás claudicar. Gracias hermanos por tanto buen rugby.
A los delanteros, a todos los que ven la fosa del ruck o del maul y sólo la luz cuando el balón está detenido. Los que caen y se levantan, caen y se levantan, haciendo de este deporte uno de los más fatigosos del planeta y al mismo tiempo el más bello, a todos ellos gracias. Desde Vicent, un líder natural y en las sombras, uno que aparece, como todos los líderes espontáneos, en la calamidad y el horror. Recuerdo a Vicent arengando, levantando el ánimo de los cabizbajos, gritando para ver si despertábamos de ese hechizo, ese somnífero que nos inyectó Les Abelles, cuando vino a zamarrearnos en nuestra casa. A Xime, a Bilbo, a Alejandro, al mismo Mirko y al que le correspondiera llegar al choque. Gigantes. Recuerdo a Carlos, Recuerdo a Miguel, al gran David Gil, a todos los que oficiaron de segunda línea. ¡Qué ingrato es el rugby a veces! con ese trabajo vertebral que al cuatro y al cinco les condena a mirar el suelo. Quizás porque son las torres, porque son la fuerza silente, porque son de impacto largo y de ganar metros, porque son frontales, debe de ser eso, la envidia de todos los enanos que no generan miedo. A la tercera ¿Qué es la tercera? La imagen facial del rugby. El inacabable motor que empuja de A a B y de B a C y, a veces, de A a C en sólo segundos. Siempre presentes, multiplicables: Jarque multiplicable, Mitch multiplicable, Mauro arrasando con aliados y enemigos, Liborio en todas en partes. Con ustedes parecíamos veinte en el campo, veinticinco perros machacando. Tino, el que fue diez. Si Tino lee esto deberá saber que si jugara algún día de pilar, de segunda, de centro, de ala o lo que fuera (incluso de árbitro le han visto) haría lo que su naturaleza le dicta: placar a todo lo que se mueva. Tino vino a este mundo para romper, jamás para ser roto. Nadie lo lesionó, él se lesionaba a sí mismo. Es un grande y un orgullo para cualquier club y cualquier grupo humano. A los centros, y al que condensó esa posición de furia y de viento durante la temporada, y aquí pienso en Cristian. ¿Quién del San Roque no conoce a Cristian? Ciertamente el que le haya visto jugar sabrá que es uno de los que hace de este deporte una postal, un encanto mágico entre piernas y brazos en movimiento, en engaño, en velocidad. Un orgullo filoso y al que todo rival le tuvo respeto. Salud Cris. Pienso en Relloso, gente como él, aquellos que nacen con una capacidad de teledirección en una de sus piernas de la misma naturaleza del que abre una ópera con un grito desgarrador. Arte en un golpe. Gente así en este deporte convierte no sólo hacia los palos sino que convierte a un equipo en campeón, hace de un plantel un peligro lejano. Rello, te juro que cuando estabas de pie fino siempre fuiste mi opción perfecta. Grande. Andrea, no tan veloz y marcó ensayos como quien da un pase. No tan fuerte aunque hábil e intocable (salvo la vez que le reventaron la cara contra La Vila, mis respetos), tanto así que marcó dos de los ensayos más bellos que he visto, de los que más grité en mi vida. Gran centro, sorpresivo. Abrazos Andrea. Las alas, las puntas que todo lo ven (o lo imaginan) desde un vértice profundo. Sasa, Enrico, Rafeta en ocasiones, en otras Álvaro o Gerardo, los últimos hombres que cumplieron el final del duelo. Tantos pasan por ahí que de ellos es posible armar un equipo de hombres sin miedo, sin miedo a nada. Ser la retaguardia es de un coraje igual o mayor a ser vanguardia de choque. En ustedes depositábamos la esperanza de un marcador en blanco para el rival y un medio campo nuestro despejado de miedos y dudas. Cumplieron, y si fallaron es que fuimos nosotros, no ustedes. Gracias también al equipo doble, a la sombra moral y fría que nos acompañaba y que dejaba en evidencia nuestras falencias y más básicos errores: A Joako, a Zamora, a Molinero, a Chacón. A otros tantos que iban y venían pero siempre con el corazón en el campo para dejarlo todo.
Sé que muchos quedan sin ser mencionados, muchísimos. Personas con las que compartí apenas un saludo, una conversación escueta aunque honesta y muy rica, pero créanme cuando les digo que quisiera meterlos a todos en este saco de palabras con la contrariedad de una extensión que alcanzaría para un libro. A ustedes, que los sentí parte de un equipo mayor y cercano, una familia, gracias, una y mil veces. Volveré, más temprano que tarde, a tocar el césped con un perro en el pecho, ojalá estén los mismos. No lo dudo. Dejar atrás un equipo como el San Roque es una decisión de una magnitud considerable y no de fácil resolución. Yo quisiera quedarme con ustedes pero mi tiempo se consume hacia otros proyectos. Por ahora.
Miles de abrazos para el futuro. Reserven uno de estos para cuando sean campeones y me recuerden junto a otros que también se han ido. Volveré.
Vuestro hermano desde el otro lado del Charco.

Agustín “moco” Letelier.
CAVE CANEM