Artículo de Bruno López, tomado de http://blogs.antena3.com/

31 (3)Nunca me olvidaré de las palabras de un conocido ciclista al que admiraré toda mi vida. Decía, que cada mañana, fuera donde fuese, en cualquier hotel del mundo, al levantarse y mirar por la ventana, si llovía, esbozaba una gran sonrisa.

Aquel ciclista sabía a ciencia cierta que en otras habitaciones la mayoría de los ciclistas estarían también mirando por la ventana y pensando que iban a pasar un día de penuria. Pero él no. Porque descubrió la lluvia pronto en su carrera. En eso pensaba hoy mientras salía a entrenar y el cielo descargaba sobre mí. La realidad, es que no hay un día que haya salido a entrenar bajo la lluvia y no haya vuelto a casa con un problema menos de los que salieron por la puerta.

El efecto curativo, casi catártico de esa lluvia que te empapa mientras entrenas, esa reafirmación de que el tiempo no te va a parar. Esas palabras de Jim Telfer sobre el jugador honesto, el que no se centra en excusas, en cosas periféricas, en quejas. Y ahí estas, la lluvia resbalando por tu frente hasta tu nariz, y mientras, empapado, empiezas a sentir el frio, mientras esas gotas se cuelan en tus ojos, entonces, tu cuerpo te envía una señal. La señal. Y te sientes vivo. Y te ríes como aquel ciclista.

Porque al fin y al cabo, el rugby se trata de convertir la palabra “sufrimiento” en un sentimiento positivo. Saber reconocer siempre la otra cara de la moneda. Disfrutar de cada sacrificio y cada esfuerzo, de cada golpe recibido, y no tomar ningún atajo. Si, los que entienden esa esencia absoluta de nuestro deporte son los que son capaces de divertirse siempre ante cada obstáculo, los que se visten con la pasión del que sabe que hace lo que le gusta y lo que le enorgullece. Los que no paran de aprender.

El rugby, la lluvia y el barro están unidos para siempre, una unión inseparable que se empeña una y otra vez en enseñarnos esa gran lección: Que donde otros se dan la vuelta, nosotros seguimos. Que donde hoy hay nubes negras, mañana sale el sol. Y que al que consiga descifrar el jeroglífico que para algunos supone sufrir cada entreno, cada partido, cada día de lluvia y tormenta le espera un rugby de sonrisa continua, donde el sacrificio es la ofrenda que te haces a ti mismo. Como decía el genial atleta neozelandés Peter Snell: «Cuando estás corriendo bajo la lluvia existe la satisfacción de saber que tú estás ahí fuera y otros están ahí dentro». La lluvia es la metáfora del rugby.

Y ahí estás, entrenando bajo una intensa lluvia sin ver ni un alma. Con el campo vacío. Tú y tu balón, tú y tus pensamientos pero sobre todo tú y tu espíritu de lucha. Como la roca que se agarra al precipicio orgullosa y pide que el viento y el mar le golpeen más aún fuerte. Y sólo el tiempo conseguirá moverla de allí.

En ese mismo sitio te encuentras con otros jinetes de la tormenta, como cantaban The Doors, y allí es donde se hace o se deshace el alma de un equipo. Todos juntos. En esos días de tormenta. Los ensayos de junio se fraguan en diciembre. Con las botas encharcadas. Con la cara en el barro. Con los dedos congelados. Es lo que somos. Jugadores de rugby. Cabalgando los elementos. La roca en el abismo.

Al llegar a casa, la ducha caliente es la recompensa más inmediata. Pero la recompensa a largo plazo es la de no haber dado un paso atrás, la de mantener el compromiso que firmaste cuando empezaste en esto. Y mientras ahora sí, miro la lluvia desde detrás del cristal, pienso que la lluvia no es un castigo, no, la lluvia es la oportunidad. Con cada gota de miedo, de inseguridades, de problemas que mojan la piel muerta se descubre el auténtico jugador de rugby que llevamos dentro.

Y mientras suena «Have you ever seen the rain» de Creedence Clearwater Revival no puedo esperar a que llegue mañana, a levantar la persiana y ver ese cielo descargando furioso, lanzándome un reto. No puedo esperar a descubrir la lluvia un día más, a descubrir el rugby, a descubrirme a mí mismo. Cabalgando en la tormenta.